La vida es un lío. Imagínate un marciano invisible que te siga con una libreta donde anote todo lo que haces, piensas y sueñas. El acta de tu vida constaría de observaciones
- Café bebido, dos terrones de azúcar
- Chincheta pisada y mundo maldecido
- Soñado: vecina besada
- Vacaciones reservadas, Caribe, muy caro
- Pelo en la oreja arrancado de un tirón
- …
Con este caos de pormenores hilamos un relato. Queremos que nuestra vida forme una línea que podamos seguir. Muchos dan a este cordel guía el nombre de «sentido». Si nuestro relato transcurre recto durante muchos años, lo llamamos «identidad».
Lo mismo hacemos con los detalles de la historia mundial. Los metemos a presión en un relato inobjetable. ¿El resultado? De repente, «entendemos», por ejemplo, por qué el Tratado de Versalles condujo a la Segunda Guerra Mundial, o por qué el Telón de Acero tenía que caer o Harry Potter convertirse en un éxito de ventas. Lo que decimos «entender» nadie lo entendió entonces. En realidad, nadie podía entenderlo. Construimos el «sentido» posteriormente, hacia dentro. Así pues, los relatos son un asunto dudoso, pero no podemos estar sin ellos. ¿Por qué no?, no está claro. Lo que está claro es que la gente entendió el mundo por primera vez a través de relatos antes de empezar a pensar científicamente. La mitología es más antigua que la filosofía. En eso consiste el sesgo del relato: los relatos tergibersan y simplifican la realidad. Apartan todo lo que no quiere encajar bien.
En los medios de comunicación, el sesgo del relato causa estragos como una epidemia.
Un coche circula por un puente. De repente el puente se rompe. ¿Qué leeremos al día siguiente en los periódicos? Nos enteraremos de la historia del desgraciado que iba en el coche, de dónde venía y adónde se dirigía. Conoceremos su biografía: nacido en tal sitio, criado en tal otro, de profesión no sé qué. En caso de que haya sobrevivido y pueda conceder entrevistas, oiremos exactamente cómo se sintió al romperse el puente.
¿Dónde estaba exactamente el punto débil? ¿Fue fatiga de los materiales y, en ese caso, en qué parte? Si no lo fue, ¿estaba el puente dañado? Si lo fue, ¿por qué? ¿O se utilizó un principio de construcción básicamente inadecuado? El problema de todas estas preguntas relevantes es que no se dejan meter en un relato. Nos sentimos atraídos hacia los relatos, repelidos por los hechos abstractos. Eso es una maldición, pues los aspectos relevantes pierden valor en beneficio de los irrelevantes. (Y al mismo tiempo es una suerte, pues de lo contrario solo habría libros de no ficción y ninguna novela.)
¿Cuál de las siguientes historias recordarías mejor?
- A) El rey se murió y después la reina se murió.
- B) El rey se murió y después la reina se murió de pena.
Si funcionas como la mayoría de la gente retendrás mejor la segunda historia. En ella las dos muertes no se suceden sin más, sino que están enlazadas emocionalmente entre sí. La historia A es un relato de los hecho. La historia B le da «sentido». Según la teoría de la información, en realidad la historia A debería ser más fácil de almacenar. Es más breve. Pero nuestro cerebro no funciona así.
La publicidad que cuenta una historia funciona mejor que la enumeración racional de las ventajas de un producto. Visto sin adornos, las historias son secundarias en relación con el producto. Pero nuestro cerebro no funciona así. Quiere historias.
Conclusión: desde la propia biografía hasta los acontecimientos mundiales, todo lo moldeamos hasta convertirlo en relatos «con sentido». Así, desfiguramos la realidad, y eso merma la calidad de nuestras decisiones. Para contrarrestarlo, desmonta las historias. Pregúntate: ¿qué quiere ocultar el relato? Y paara practicar, intenta ver tu propia biografía por una vez deslavazada. Te sorprenderá.