Supongamos que 1.000.000 de monos especulan en bolsa. Compran y venden aleatoriamente acciones como locos. En un año, aproximadamente la mitad de los monos ha obtenido beneficios con su inversiones; la otra mitad, pérdidas. En el segundo año una mitad ganará y la otra perderá. Y así sucesivamente. Tras diez años quedan unos 1.000 monos cuyas acciones siembre han ganado en bolsa. Tras veinte años solo un mono habría invertido siempre bien: es multimillonario. Es el «mono triunfador».
¿Cómo reaccionan los medios de comunicación? Se arrojarán sobre el simio para averiguar su «principio de éxito». Y lo encontrarán: quizás el mono triunfador coma más plátanos que los demás, quizá se sienta en otro rincón de la jaula, quizá se cuelga de las ramas boca abajo, o al despiojarse hace largas pausas para reflexionar. Alguna receta para el éxito debe de tener, ¿no? De lo contrario, ¿cómo podría haber obtenido un rendimiento tan constante? Alguien que siempre ha apostado correctamente a lo largo de 20 años, ¿un simple mono ignorante? ¡Imposible!
La historia del mono ilustra el «sesgo de resultado»:
La tendencia a valorar decisiones en virtud del resultado y no en función del proceso de tomar las decisiones
También se conoce como error del historiador. Un ejemplo clásico es el ataque de los japoneses a Pearl Harbor. ¿Debería haberse evacuado la base militar o no? Desde le punto de vista actual está bastante claro, pues había numerosos indicios de que un ataque era inminente. No obstante, las señales solo parecen tan claras en retrospectiva. Entonce, en 1941, había un montón de indicios contradictorios. Unos indicaban un ataque, otros no. Para valorar la decisión (evacuar o no), hay que ponerse en el lugar del estado de la información de aquel momento y filtrar todo lo que hemos sabido al respecto con posterioridad al ataque.
Tienes que valorar el trabajo de tres cirujanos cardíacos. Para ello, cada cirujano ha de realizar cinco operaciones complejas. A lo largo de los años, la probabilidad de muerte en este tipo de intervenciones se ha estabilizado en el 20%.
Al cirujano A no se le muere ningún paciente, uno al B y dos al C. ¿Cómo valorar el trabajo de A, B y C? Si piensas como la mayoría de la gente, considerarás a A el mejor, a B el segundo mejor y a C el peor.
Y así has caído en el sesgo de resultado. La muestra tomada es demasiado pequeña y, por tanto, el resultado no dice nada. Entonces, ¿cómo valorar a los cirujanos? Solo puedes valorar de verdad a los cirujanos si entiendes algo de su labor y observas detenidamente la preparación y la ejecución de la operación. Así pues, valorando el proceso y no el resultado. O, en segundo lugar, tomando una muestra mucho mayor: cien operaciones o mil. Un cirujano medio tiene una probabilidad del 33% de que no se le muera nadie, del 41% de que se le muera uno y del 20% de que se le mueran dos pacientes. Valorar a los tres cirujanos en virtud del resultado no solo sería negligente, sino nada ético.
Conclusión: Nunca valores una decisión solo por el resultado. Un mal resultado no significa automáticamente que la decisión fuera mala… y al revés. Así que en vez de estar descontento con una decisión que se ha demostrado equivocada, o de darte palmaditas en el hombro por una decisión que quizás ha conducido al éxito por pura casualidad, podrías tener presente por qué tomaste esa decisión. ¿Por motivos sensatos y lógicos? Entonces harás bien en volver a actuar así la próxima vez. Aunque la anterior vez tuvieras mala suerte.